martes, 3 de enero de 2012

R.V. III

Matar para vivir, esa es nuestra religión. Lo entendí desde el primer segundo y la lástima se me desvaneció. Para los asesinos sólo hay una cosa segura, la soledad, la vida eterna te la obsequia.
Cuando la conocí devolvió a mí un lejano sentimiento humano, ya muy olvidado. Quedé prendada a ella al instante en que miré sus ojos. Me recordaba tanto a mí, a lo que fui antes de ponerme en las manos nocturnas.
Solene y sus bellos dieciséis años, tenía la hermosura de la vida que uno busca en alguna parte del camino.
La enamoré tan pausadamente que ni supo cuando lo conseguí, y ese proceso tan delicado me podía fascinar. Fue cosa de meses, muchos de ellos. Solene escapaba de casa cada noche para encontrarse conmigo en aquel puente abandonado. Caminábamos, reíamos, a veces sólo apreciábamos en silencio la noche.
Solene encontró en mí la cómplice, consejera y amiga que no poseía en su vida. La experiencia en mis palabras la hacían regresar conmigo cada noche hasta aquel día que me invitó a su habitación, para entonces, tenía ya decidio llevarla a mi lado. Me obsequió lo más preciado que poseía, su intimidad, y así, como algo verdaderamente invaluable la recibí. Ahora lo pienso bien, pobre Solene mía que no le permití conocer mucho más.
Le expliqué que a pesar de que mi decisión era suficiente, le regalaría el beneficio de la elección y lo decidió, fue ella misma quien me suplicó llevarla conmigo.
Algo salió mal, su primer noche fue un terror para ella, se lamentó de inmediato, me desarmó por entero, me vació las posibilidades, no hallaba como explicarle todo, nunca lo hallé.
Permaneció encerrada por tres semanas casi muriéndose, no aceptaba alimento ni mi presencia, y yo me perdí, huí de cualquier pensamiento.
Ese miércoles Solene me sorprendío con su presencia al pie de la estancia, con una voz muy fría me dijo -Tengo hambre-, temerosa y confudida la llevé hasta lo que fue su primer víctima.
Recuerdo como intentó convencerme todo ese año de que en verdad lo aceptaba, pero era inútil, su mirada perdida al encontrarse con jovenes que tenían su edad, la edad que nunca dejaría me rebelaban la realidad.
Me enfríe, mis apapachos y cariños para Solene habían casi desaparecido hasta el momento en que le descubrí una sonrisa malévola.
Entonces comenzó la aventura, Solene y yo nos volvimos la mezcla perfecta para aniquilar, con ello llegaron noches y noches de juego maldito, era eso, nuestra maldad la que nos devolvía el amor.
Tan ansiosa mi Solene no se cansaba de escuchar mis historias. Amante del arte, me obligaba con sonrisitas y hermosos chantajes a contarle de cada surgimiento, las construcciones góticas, el romanticismo, la época del Rey Sol, el apenas no muy viejo impresionismo, todo, y yo la amaba más con cada pequeño detalle que iba aprendiendo.
Pasaron mucho años, no tantos, treinta y cinco para ser precisos, Solene comenzaba a divagar, se esclavizó a las fantasías con su posible edad humana, en ese preciso momento tuve una alerta, Solene se volvía infeliz. No podía permitirlo, para qué se quiere una eternidad si se va a sufrir de esa manera.
Me volví total y absolutamente complaciente hasta el punto en que dejé de ser su amor y compañera para convertirme en una sirvienta, y es que en verdad vivía, despertaba cada noche para servirle a Solene y a sus cada vez más exigentes caprichos. Nada funcionaba, Solene simplemente se convertía en algo que odiaba.
Entonces cambié de estrategia, solté a Solene para que aprendiera a conseguir todo por ella misma, intentando que encontrara en eso tan elemental el gusto por esta vida.
Comencé a moverme por mi cuenta, había días que ni si quiera nos mirábamos, me escondía de ella aunque siempre me aseguraba que se encontrase en su ataúd antes de que ir a dormir. Le resultó difícil, me pedía no la abandonara, incluso hubo lágrimas. Poco a poco le llegó la independencia hasta la noche en que tuvo el suficiente valor para no volver a casa y dormir fuera, escondida en algún lugar, recuerdo cuanto enfurecí, enardecí pero de dolor, mi Solene se desprendía de mí, y no tenía más remedio que ocultarle mi tristeza disfrazándola incluso con frialdad.
El tiempo no paraba de correr, Solene y yo nos convertimos prácticamente en conocidas.
Un diecisiete de abril quedó atesorado en mi memoria. Solene llegaba de cazar, agota y embriagada de tanta sangre, yo, sentada al pie del balcón. Se incó a mi lado y beso mi mano, al voltear encontré esa mirada de antaño, esa que me había enamordo.
-Me haces falta. Ni sé en que punto sucedió. Te extraño amor mío- Dijo Solene.
Tan solo le tomé la mano y cerré los ojos, ahí nos quedamos largo rato y nos marchamos en silencio, esa noche dormimos juntas, abrazadas, sin quejas ni sonrisas.
Al despertar Solene ya había salido. Ni hablamos nada las noches siguientes, pero si nos volvió la amabilidad.
Fue por octubre de ese mismo año cuando Solene cambiaba nuevamente. Estaba feliz, radiante, se acercaba a mí con un toque de niñez, pero se negaba a contarme sus paseos. Me desconcertaba tanto que tuve que seguirle para descubrir lo que su callada boda no me decía. Allí comenzó mi tormento y la cuenta regresiva. La encontré con él, identifiqué de inmediato su comportamiento, era yo tratando de enamorar a Solene, era Solene enamorando a ese chico. Como aguijón me envenenó esa imagen la cabeza. Al volver Solene se encontró con alguien muy diferente, encontraba a la envidiosa y posesiva de mí. La atemoricé de inmediato, haciéndole saber que conocía lo que celosamente me ocultaba y le tenía tan feliz. Echó a mis pies suplicándome por la vida de aquel mortal, gritó cuanto le amaba y lo que estaba dispuesta a hacer por él. Éso sólo me helaba el alma aún más y ahí es cuando verdaderamente perdí la batalla con Solene, debí salir corriendo a darle muerte al insolente aquel, pero no lo hice, tan sólo me marché sin decir palabra.
No volví hasta el verano siguiente, anduve por Bruselas, Rusia, Brasil y me interné en Cuba los últimos días. Como lo temía, Solene seguía con él. Le sorprendió mi regreso de la misma manera que al asustó,pero Solene era ahora mucho más fuerte, el amor le fortaleció el espíritu y de inmediato me advirtió no permitiría le hiciera daño.
Le hice bajar la guardia y le pedí confiara en mí. Le dije cuan ansiosa estaba por conocer a quien me había robado su amor, inventé -algo recuerdo- un amor, un Parisino coqueto que me tenía distraida -dicho Parisino si existió pero sólo estuvo a mi lado un par de semanas-. Solene accedió más como queriendo creerme que creyéndome realmente.
Me llevó con Andru, vigilante a todo momento.
Andru sabía quien o qué era Solene y desde luego todo sobre mí. Hay dos palabras que describen a Andru, apasionado y entregado. Amaba casi tanto como yo a Solene y de la misma manera estaba dispuesto a cuanto fuera por ella.
Solene era hermosa, más hermosa con el paso de los años y de la sangre. Tenía una piel exquisitamente blanca, láctea. Ojos grandes de miel con unas pobladas y risadas pestañas que le extendían la mirada al cielo. Boca grande y rosada. Unos risos que el colgaban tras las orejas, sus risos de oro negro, tan negro como la noche. Su delgada figura. Sus manos perfectamente esculpidas. Y ese perfil suyo de figura griega. Fue su congelante figura quien me llevo a ella y la hermosura interna que destilaba por los poros fue quien evito que de ella me alimentara.
Continúe cerca de ellos como tratando de ganar tiempo, como esperando una salida inesperada y afortunada.
Solene, a unas cuatro de la mañana muy amargas, me pidió le explicara como debía hacer para llevarlo consigo. Enloquecía, exploté colérica.
-Jamás lo tendrás, no puedes ni serás. Te condenaste a amarle, sufre entonces la eternidad entera luego de que tengas que presenciar su envejecimiento y muerte. Se irá y yo seguiré aquí, por más que lo detestes- Le grité eufórica y bestialmente.
Solene me miró como nunca lo había hecho, con odio, esa fue la última cara que conservo de ella, lo último que me dio. Salió corriendo y yo tras ella. Con la lengua predije mi propio calvario, fueron mis palabras quienes describieron mis propia agonía.
Ha distancia presencia su abandono. Solene dándose muerte con estaca al corazón acompañada por su Andru envenenado, fueron mis ojos los que miraba su extinción y nada pude hacer.

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